El fenómeno Siete Sopas: ¿cómo funciona el revolucionario concepto gastronómico por dentro?

 

La ubicación de la nueva sede de la franquicia Siete Sopases tan céntrica que son menos de treinta los pasos que separan su entrada de la estación de Angamos del Metropolitano. Sí: se cuentan. Así como también se cuentan los minutos (horas incluso) que hay que esperar para entrar al imponente palacio culinario si no se tiene la suerte de llegar a buena hora.

Que un restaurante sea noticia porque la gente hace colas (a lo Mistura, a lo Feria del Hogar) no hace más que alimentar el mito. ¿Qué se ha hecho en Siete Sopas que no se ha hecho antes en la capital que lo ha visto –y comido– casi todo?

Lo primero:  En 2016, el grupo gastronómico Lucha Partners (los mismos que tienen La Lucha y República) apostó por un local en Lince con un nombre a todas luces llamativo: Siete Sopas. La reacción entonces fue más o menos similar, pero la diferencia está en que aquel local era la mitad del que hoy funciona en Surquillo. Queda claro que a los peruanos nos gustan las sopas y queda claro, también, que mientras más grandes sean recipiente y mesa donde se sirvan, más querremos probarlas. Nadie nos culpa: tenemos mucho de dónde escoger.

Lo segundo: las reglas de la casa. El que hoy nos concierne tiene ciertas peculiaridades. Para empezar, en Surquillo hay una estación de pollos a la brasa y un horno donde se preparan maratónicamente unas cinco variedades de panes con harinas nativas (está justo a la entrada, para quien quiera comprar para llevar). Los pancitos llegan a la mesa ni bien uno toma asiento pero hay que ser cuidadosos: las porciones aquí son grandes y conviene guardar espacio. También se ha dispuesto una estación sopera –bonito juego de palabras– bautizada como Los Agachaditos. Quienes tengan prisa pero deseen llenar la barriga con un menestrón bien caliente o un shambar o un sancochado –todo dependerá del día de la semana– pueden detenerse ahí y comer al paso. Las sopas salen en tres tamaños: la de menú (S/ 5,90), la mediana (S/ 18,90) y la grande (S/ 23,90).

En medio de todo, 45 ollas de 70 litros se surten varias veces al día con los potajes de turno. Nunca se acaban el caldo de gallina ni la sopa criolla, los dos inamovibles del menú, porque la operación ha sido diseñada de tal manera que no hay un minuto del día en el que la cocina no se observe humeante, ajetreada.

El Siete Sopas de Surquillo es un universo en sí mismo y debe entenderse como tal. Una suerte de Disneylandia de comida criolla donde nada pasa de los S/ 30 y la carta incluye combinaciones poco exploradas –pero satisfactorias, al fin y al cabo– como el pollo a la brasa con fetuccinis a la huancaína (o pesto; usted elige); pollo broaster con chaufa y papas fritas; y fondos semanales como el arroz con pato, el arroz con chancho y el asado de lengua con pepián de choclo. En resumen, el local pudo llamarse ‘Treinta y un platos’ pero otra habría sido la historia.

UNA MESA PARA EL BARRIO
En 24 horas pueden pasar muchas cosas, pero el arranque del nuevo espacio ha dejado en claro que el formato se presta para un uso, de momento, principalmente familiar. Niños por decenas; parejas de abuelos. El trinomio bueno-bonito-barato es popular en todas las edades. Solo basta con dar una vuelta por los comedores o la terraza del local.

Pero servir un plato de patasca a las cuatro de la mañana o un pollo a la brasa que esté fresco a las doce de la noche evidencia que hay un enorme trabajo detrás. Miguel Huamán –gerente de calidad del grupo La Lucha– es el hombre que garantiza que así sea. La apertura de Surquillo es probablemente la más compleja que le ha tocado manejar a la fecha. “Queríamos entender qué es lo que nuestro cliente busca en el fondo”, dice Miguel. “Simplemente, se trata de darle lo que le gusta, pero bien hecho”. Huamán indica que la clave para mantener el concepto en funcionamiento está en la cantidad de personal con el que trabajan (“sería insostenible de otra manera”, añade). Estar una noche cualquiera en Siete Sopas es ser testigo de un desfile de mozos, supervisoras, cocineros y gerentes que se encargan de que todo llegue a la mesa con prisa y sin falta. Desde ajíes y chichas hasta salchipapas y lomos saltados. “Trabajamos de madrugada para poder vender al día siguiente”, continúa Huamán. Para que un caldo de gallina esté listo a las ocho de la mañana, por ejemplo, se debe empezar con su preparación al menos unas cuatro horas antes. Y así por el resto del día, todos los días de la semana. “La expectativa es importante porque dice mucho”, sostiene el gerente. “Pero encierra más mensajes. Nos dice que la gente, de donde sea que venga, entiende que estos platos (sopas, caldos) tienen un arraigo que va más allá de lo popular. Aquí vienen todos”.

El semáforo está en verde. La sopa criolla –untuosa, confortable– se resbala por la cuchara, que de inmediato se calienta al entrar en contacto con el líquido. Un único acto es necesario aquí: el de mover el codo primero, con dirección al plato y, segundo, directo a la boca. Es lo único que se necesita para probar a qué sabe la felicidad, aunque sea por un ratito.

SIETE SOPAS: LAS CIFRAS
-42 cocineros trabajan en el local de Surquillo (por turnos). ​
​-2000 platos de sopa diarios se venden aquí.
-Las 7 sopas que se ofrecen cada día de la semana son: shambar (lunes), menestrón (martes), chaque arequipeño (miércoles), patasca (jueves), chupe de cola de buey (viernes), sopa de cordero con morón (sábado) y sancochado limeño (domingo).
-50% menos cuesta comer en la barra de Los Agachaditos (ubicada ni bien se entra al local de Surquillo). De momento, solo se pueden pedir sopas.
-700 kilos de papa se utilizan a diario en el Siete Sopas de Surquillo. Se consumen unos 200 pollos.

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